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¿Amor?
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…
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Amor, ¿puedes levantarte?
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…
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No me obligues a ir hasta allá.
La coquetería en la voz de su
mujer es palpable. El hombre se remueve en la cama y sonríe para sus adentros.
Con los ojos cerrados, dibuja en su mente la mirada dulce de su esposa, el
cabello oscuro que cae como cascada por su espalda y su delicada figura de bailarina.
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¿Qué has dicho?
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Deseo que estés aquí conmigo.
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¿Sí?
Y el hombre se da la vuelta
mientras la emoción se expande por todo su pantalón. El ferviente deseo de
tener a su esposa a su lado le quema el pecho como una llama candente.
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Ven aquí, corazón. No muerdo.
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¿Y qué pasa si quiero que me muerdas?
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Haré todo lo que me pidas.
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¿Incluso hacer el desayuno?
El hombre se muerde el labio.
El deseo lentamente se convierte en desesperación. Necesita de su mujer; está
obsesionado con tener aquel cuerpo caliente junto al suyo.
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No quiero jugar más. Ven aquí.
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Solo es el desayuno, luego podemos hacer…
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¡HE DICHO QUE VENGAS MALDITA SEA!
El hombre se levanta de la
cama, extiende los brazos y recuerda lo fácil que es cegar esa dulce mirada, lo
satisfactorio que es tirar de aquella melena oscura y lo adictivo que es romper
una figura tan delicada. El movimiento repentino lleva a que la grabadora caiga
al piso y la cinta salga de ella.
El hombre parpadea. La celda
sigue igual de pequeña. A través de los barrotes ve a otros reclusos que lo
miran con ojos asesinos. Incluso entre los peores criminales, su delito no tiene
castigo suficiente.
Se agacha, toma la grabadora y
coloca la cinta. Respira atormentado y nuevamente se acuesta en la cama. Presiona
el botón de reproducir.
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¿Amor?
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…
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Amor, ¿puedes levantarte?
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…
Fin
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