Estaba leyendo en el sillón favorito de mi
biblioteca personal cuando una incomodidad fría me hizo verificar que la
chimenea no hubiera perdido calor en aquella noche de oscuridad silenciosa.
Comprobado que todo estaba bien y dispuesto a
retomar mi lectura, descubrí que en el asiento frente a mí la muerte esperaba
silenciosa que notara su presencia.
Era una figura delgada cubierta por una túnica
oscura que sujetaba con una mano curtida y esquelética la guadaña más grande
que jamás había visto. Su rostro, oculto bajo una capucha, respirada
pausadamente.
La muerte no tuvo que hablar. Yo entendía muy bien
cuál era su propósito. Como una confirmación silenciosa, apuntó lentamente su
guadaña hacía mí.
Sentí miedo y entonces grité. Le dije que se
detuviera, que antes de tomar mi alma aceptara una apuesta. Conocedor de toda
la literatura de terror, sabía que la muerte nunca rechazaría un desafío. El
reto fue simple: si lograba asustarla, me daría el aval de una vida larga.
La guadaña se detuvo. Por un segundo, los ojos de
la muerte parecieron brillar como carbón encendido a través de la penumbra de
su rostro. Su mano libre se movió en un ademán delicado con lo cual me dio
permiso de darle un susto de muerte.
Aterrado me paré de mi asiento y fui derecho por mi
carta de triunfo: Edgar Allan Poe; ese escritor sombrío que me había arrebatado
el sueño en más de una ocasión. Recorrí la biblioteca separando sus mejores
cuentos y regresé a mi sillón con varios libros en mis brazos.
La muerte, aún sentada, esperaba quieta como una
estatua. Tan solo su respiración, dolorosamente lenta y profunda, era prueba de
que no era una ilusión.
Sin esperar indicaciones, llevé a la muerte a
través de páginas aterradoras: le describí los ojos acusadores de un gato que
no dejaba descansar a un hombre ni en sus pesadillas, imité la fantasmagórica
voz de un difunto que hablaba desde el más allá, la transporté hasta un pozo
donde la amenaza de un péndulo susurrante hendía el aire y, desesperado al ver
que ninguna de mis historias conseguía el objetivo deseado, intenté hacerle
creer que mi corazón palpitaría en su interior para siempre.
Al saber que mi tiempo se estaba agotando, recordé
aquella bella edición de cuero y con bordes de acero de los cuentos de Poe que
tenía cientos de imágenes perturbadoras.
Corrí hacia una de las estanterías y traté de coger
el libro de la repisa superior. Desgraciadamente, no era tan alto y pensé en
buscar mi escalerilla auxiliar; sin embargo, al girarme, vi que la muerte
estaba a solo un par de pasos de mí. Me quedé sin aire. En el silencio asfixiante
comencé a escuchar unos suaves graznidos.
Confundido me incliné hacia delante y vi como tres
cuervos salían aleteando desde la oscuridad del rostro de la muerte. Asustado caí
de espaldas y mi cuerpo golpeó la estantería de madera. Con el tambaleó, el libro
con bordes de acero cayó sobre mí y atravesó mi cráneo con una de sus esquinas afiladas.
Mientras moría, la muerte, ignorándome, pasó sobre
mí y tomó el libro del suelo. Con su mano libre se quitó la capucha y comenzó a
observar las páginas ensangrentadas.
Y entonces reconocí su rostro. Se mostró complacido
de que alguien hubiera intentado asustarlo con sus propios relatos. Justo antes
de que te tomara mi alma, entendí la satisfacción en su mirada: en el más allá
no había podido continuar escribiendo sus relatos de terror; sin embargo,
haberse convertido en la muerte había sido el mejor premio de consolación.
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