Cuenta
la leyenda que hubo una vez un rompecabezas sin terminar. La pieza faltante, un
pequeño cuadrado con los bordes deformados que encajaba justo en el centro, se
rehusaba a entrar donde pertenecía.
Muchos
intentaron encajar la pieza pero fracasaron. Por más que quisieron, y a pesar
de que la ficha estaba diseñada para entrar exactamente en ese espacio, fue
imposible lograr que encajara.
Al
principio creyeron que era cuestión de fuerza, así que llamaron a un hombre musculoso
para que colocara la pieza en su lugar. Aquel hombre, grande y de músculos de
hierro, puso todo su empeño y energía en dicha labor, pero por más que empujó,
la pieza no encajó.
Ya que
la fuerza no funcionaba, pensaron que era cuestión de delicadeza. Se llamó
entonces al hombre con las manos más precisas; un tipo alto y de maneras suaves
que con movimientos perfectos intentó unir la pieza con sus hermanas. Sin
embargo, a pesar de todo el cuidado que tuvo, la pieza no encajó.

Descartada
la fuerza, la precisión y la ciencia, se resolvió poner el problema en manos de
la fe. Un cura, un anciano arrugado y de dedos temblorosos, miró horrorizado la
pieza y declaró que todo era obra del demonio. Seguro de sí mismo, determinó
que la única solución sería realizar un exorcismo. Se prepararon velas, agua
bendita y cientos de cruces, pero a pesar de que el sacerdote ordenó a todos
los demonios que conocía que se fueran, la pieza no encajó.

Había piezas que a pesar de ser
construidas para ocupar un espacio no lo hacían. No existía una razón para ello, solo pasaba. A pesar de que
todos quisieran que la pieza entrara, no iba a encajar; y ni la fuerza o la
delicadeza o la razón o la fe lograrían que la ficha aceptara dichas fronteras.
El
artesano recomendó entonces pasar por su tienda por una pieza extra y dejar a
la otra en paz. De esta manera, el rompecabezas se completó y la pieza rebelde
fue feliz.
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