Los altavoces pregonaban con
voz militar: “Por el poder del Gran Gobierno, todas las manifestaciones de
afecto están prohibidas”.
El mensaje se repetía cada
media hora como un recordatorio que no se debía olvidar a menos que quisieras
ser parte de la colección de cadáveres que colgaban al borde de la autopista. Cuerpos
de hombres, mujeres y niños se mecían a merced del viento por ofrecer una
caricia tierna, un abrazo consolador o un beso de amor furtivo.
El hombre, quien caminaba por
la autopista acompañado de miles como él, no recordaba el momento exacto en que
todo se fue al garete. En su cabeza se rebobinaba la noticia de aquel fatídico
día cuando algunos ciudadanos decidieron marchar en contra del amor. Sus
pancartas, tan parcas como sus almas, culpaban al libertinaje por las débiles y
sensibles generaciones, esclavas de sus emociones.
Ante la presión, el gobierno decidió
convertir la protesta en ley: “el sexo masculino tendría prohibido abrazar”. Se
eligió no restringir el derecho en la mujer porque, según las viejas
tradiciones familiares, esta requería de mayor sensibilidad para el cuidado del
hogar.
Sin embargo, y debido a la
ausencia de hombres cariñosos, las mujeres ahogaron todos sus amores frustrados
en los niños, quienes crecieron resentidos en un mundo que no les permitía devolver
los abrazos.
Aquellos seres desgraciados
declararon que era injusto que las mujeres se les permitiera tener emociones y a
los hombres no; de esta manera, con carteles en mano, salieron a protestar e
impusieron una nueva ley: “las mujeres no podrían abrazar”; por lo tanto, incapaces
de dar amor a los hijos, se les prohibió procrear.
Sin niños la especie humana se
condenó a la extinción; aun así, hombres y mujeres aceptaron las nuevas leyes
sin rechistar. No obstante, la ausencia de los abrazos dio paso a un incremento
de poemas y amor de papel. Al principio, no pareció ser ningún problema, pero
los ancianos, aquellos que marcharon en las primeras protestas, concluyeron que
el sentimentalismo literario era igual de dañino que los abrazos.
Se quemaron libros, mataron poetas
e instauraron nuevas leyes: no besos, no palmadas de aliento, no palabras de
afecto… De repente, la razón de ser de las primeras leyes se perdió en el desinterés
y, después de tantos años de marchas – que eventualmente se volvieron ilegales -,
la humanidad le restó importancia a que sus derechos fundamentales fueran censurados
por verdugos invisibles.
Sin historias de amor la
televisión se volvió rápidamente inútil, la religión dejó de tener sentido y
las familias desaparecieron. Como no había nuevas generaciones, las escuelas
fueron cerradas y la educación se esfumó. A falta de un futuro dejó de ser
necesario el presente.
Al final, se decidió construir
una gran autopista recta que le diera la vuelta al mundo y volviera a empezar.
De esta manera, todas las personas podrían escapar del pasado, no vivir el
presente y fingir tener un futuro.
El hombre levantó la cabeza.
Los cadáveres se perdían en el horizonte de aquella autopista, una vía infinita
por la cual caminaban millones de personas que evitaban sentir.
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