Las campanadas de medianoche y
la voz de mi madre me despertaron. Con la algarabía me sorprendió que no me
hubiera levantado antes. A través de la puerta entreabierta de mi habitación, vi
a jóvenes moviéndose de un lado a otro mientras mi tía Anita se aseguraba de
que ninguno de los floreros sufriera daños durante la mudanza.
Levanté la cabeza en dirección
a mi madre y vi que sonreía. Con delicadeza me ayudó a sentarme en la cama y me
pidió que me vistiera con las prendas que había preparado para mí. Siempre con
una sonrisa en el rostro, me señaló una serie de cajas vacías y me indicó que
me asegurara de guardar todos mis juguetes en ellas.
Sin hacer ninguna pregunta,
hice lo que me pidió. Confiaba completamente en ella. Mi madre era una mujer
optimista, de esa clase de personas que son capaces de transformar momentos
desagradables en experiencias fascinantes. A pesar de detestar las mudanzas, no
dudé en guardar mis juguetes pues su optimismo era suficiente para convencerme
de que se trataba de una gran aventura.
Mi madre me dejó con aquella
labor y se perdió en la casa mientras regañaba al tío Leo por gritarles a los
chicos de la mudanza. “Vas a levantar a los vecinos y no queremos que nadie se
entere de que nos vamos para Ciudad de México…” fue lo último que escuché antes
de que su voz se perdiera en el caos de los pasillos.
Terminé rápidamente mi quehacer
y salí sigilosamente de la habitación. La casa era grande, pero con tantos
hombres en movimiento y cajas por doquier jamás la había visto tan pequeña.
Mi madre siempre había bromeado
con la idea de mudarse ya que no aguantaba vivir en un espacio que no podíamos
llenar los dos; sin embargo, nunca creí que nos iríamos, en especial de manera
tan repentina. Mientras veía todo el barullo a mí alrededor logré comprender lo
que había intentado decir con sus chistes: una casa en silencio es una casa sin
vida.
Me dolía un poco la idea de
irme pues siempre creí que papá volvería, pero el optimismo de mi madre era la
mejor medicina para cualquier fantasía. No obstante, eso no aclaraba porque los
abuelos, sentados en una esquina, lloraban en silencio, o porque el tío Leo, a
pesar de sus gritos, caminaba con los hombros agachados, o porque tía Anita, un
poco histérica, se aferraba tanto a unos
floreros a los que nunca había prestado atención.
Las respuestas me evadían de la
misma forma en que los trabajadores me esquivaban para llenar con nuestras
cosas el camión que esperaba en la noche oscura.
Y aquel era el misterio más
grande de todos: ¿por qué mudarnos de noche? ¿Qué esperaba mi madre embarcándose
en una labor tan nefasta a una hora tan poco práctica? Mientras la veía
tranquilizar a los abuelos, discutir con el tío Leo y asegurarle a la tía Anita
que los floreros estarían bien, aún con esa sonrisa propia de ella, decidí
creer en su sabiduría y aceptar que había una razón detrás de aquella decisión.
Después de todo, esa sonrisa me
había acompañado en los mejores y peores momentos de mi vida, como aquel
acontecimiento confuso que había ocurrido en Día de Muertos tan solo un par de
días atrás: una volqueta repleta de hombres armados había marchado por la
cuadra de la casa. Los individuos en el camión no habían parado de disparar al
aire y de gritar: “¡Si no se marchan, los matamos hijos de puta!”
Agazapado en los brazos de mi
madre, había empezado a llorar. No obstante, y sin dejar de sonreír y
arrullarme mientras observaba la ventana, ella no paró de repetir: “No te
preocupes, mi vida. Todo está bien, todo está bien; es tan solo una gran
aventura”.
Fin
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