4/4/16

Cuento: Fiesta en la biblioteca de la calle Pascal

Por las noches los fantasmas despiertan para hacer bacanales de locura y descontrol
Biblioteca embrujada

El conserje se levantó en mitad de la noche. Aún adormecido alcanzó con su mano derecha la vieja linterna que lo había acompañado durante todos esos años de trabajo en la biblioteca de la calle Pascal.

Encendió el viejo trasto y salió de su pequeña habitación al final del pasillo del enorme edificio. Con un bostezo cerró la puerta.

A su izquierda una serie de columnas bordeaban un pequeño parque interno iluminado por la luz de la luna; a su derecha una serie de enormes ventanas de cristal corrugado velaban por la privacidad de la vieja biblioteca.

El ruido lo había despertado. Al empezar a caminar por el corredor apagó la vieja linterna. No la necesitaría. El alboroto y la luz se difuminaban a través de las ventanas. Había una fiesta en el interior de la biblioteca.

El conserje oía la música swing reproduciéndose en un viejo tocadiscos y a la gente bailando sobre las mesas al son de las melodías marcadas por el ritmo de las trompetas. Podía imaginarse los trajes brillantes de las jovencitas y los pantalones de rayas de hombres que aplaudían. Las conversaciones se mezclaban con el sonido de los pasos, la música y un piano que, indiferente al tocadiscos, emitía una suave melodía que acompañaba la hermosa voz de una mujer vestida de rojo, un rojo igual al color de sus labios que contaban historias de amores y traiciones. Y aquella mujer debía cantarle a un público viejo, un grupo de ancianos con trajes de guerra que lloraban a los hijos perdidos en batallas sin nombre; hijos que, ocultos detrás de las estanterías, jugaban a las cartas y apostaban mujerzuelas que reían con voz estridente y mostraban sus pechos al tintineo de un brindis que se llevaba a cabo unos metros más allá, en la gala de inicio de siglo, donde un capitán, que había olvidado la existencia de su barco, tomaba champagne para ahogarse en un suelo que no era de acero.

Los fantasmas se reunen por las noches para tener una noche de excesosY se podía escuchar los improperios de una mujercita que se rehusaba a casarse con un conde mayor mientras observaba con envidia a los jóvenes con chaquetas oscuras y peinados estrambóticos; libertinos que movían sus piernas al ritmo del rock desintonizado de una vieja radio que transmitía la noticia de un posible holocausto nuclear.

Y en los pequeños corredores del fondo se escuchaban las risas de niños disfrazados de serpiente que jugaban con las sombras de lo que hubieran podido ser, mientras eran vigilados por adultos que trataban de buscar un orden en aquella fiesta. Muy diferente a los adolescentes rendidos al caos y la libertad de fumar sus cigarrillos, tomar licor e inyectarse felicidad con las jeringas que no cesaban de aparecer.

actores con mascaras de demoniosLa luz del enorme candelabro proyectaba a través de las ventanas las siluetas de hombres montados en sancos y disfrazados de demonios, profesionales de rostro pintado y sonrisas infinitas que hacían malabares con libros, jugaban con telas y contorsionaban sus cuerpos para un público de intelectuales irritados, quienes agitaban sus brazos indignados frente a los libros vapuleados por los malabares, los pisotones y las hojas arrancadas para hacer confeti.

Finalmente, el conserje llegó hasta la entrada y comenzó a buscar la llave que abría la puerta de la biblioteca. Al encontrarla la puso en el ojo de la cerradura y giró el picaporte. Abrió la puerta.

La música dejó de sonar, las luces se apagaron al tiempo y todo el alboroto se extinguió. La biblioteca estaba tenuemente iluminada por la luna y el silencio era sepulcral. Todos los libros estaban ordenados y a salvo en sus estanterías. Las nuevas víctimas, con rostros inflamados y sogas alrededor del cuello, colgaban del techo y se agitaban suavemente por la brisa.

El conserje respiró cansinamente. Mañana tendría que limpiar aquel desastre. Frente a él, al fondo y observándolo todo desde una silla, había una anciana que llevaba gafas de media luna y el cabello canoso recogido en un fuerte nudo. La mujer miró imperturbable al conserje y lentamente, en lo que pareció el suspiró de una eternidad, levantó su índice derecho y lo colocó en medio de sus labios.

El conserje asintió con su cabeza, cerró nuevamente la puerta y sacó la llave de la cerradura.

La música y la luz se encendieron de nuevo. La fiesta de la biblioteca de la calle Pascal apenas había comenzado. 


Los ahorcados en la biblioteca

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