Biblioteca embrujada |
El conserje se levantó en mitad de la noche. Aún
adormecido alcanzó con su mano derecha la vieja linterna que lo había
acompañado durante todos esos años de trabajo en la biblioteca de la calle
Pascal.
Encendió el viejo trasto y salió de su pequeña
habitación al final del pasillo del enorme edificio. Con un bostezo cerró la
puerta.
A su izquierda una serie de columnas bordeaban un
pequeño parque interno iluminado por la luz de la luna; a su derecha una serie
de enormes ventanas de cristal corrugado velaban por la privacidad de la vieja
biblioteca.
El ruido lo había despertado. Al empezar a caminar
por el corredor apagó la vieja linterna. No la necesitaría. El alboroto y la
luz se difuminaban a través de las ventanas. Había una fiesta en el interior de
la biblioteca.
El conserje oía la música swing reproduciéndose en
un viejo tocadiscos y a la gente bailando sobre las mesas al son de las
melodías marcadas por el ritmo de las trompetas. Podía imaginarse los trajes
brillantes de las jovencitas y los pantalones de rayas de hombres que
aplaudían. Las conversaciones se mezclaban con el sonido de los pasos, la música
y un piano que, indiferente al tocadiscos, emitía una suave melodía que
acompañaba la hermosa voz de una mujer vestida de rojo, un rojo igual al color
de sus labios que contaban historias de amores y traiciones. Y aquella mujer
debía cantarle a un público viejo, un grupo de ancianos con trajes de guerra
que lloraban a los hijos perdidos en batallas sin nombre; hijos que, ocultos
detrás de las estanterías, jugaban a las cartas y apostaban mujerzuelas que
reían con voz estridente y mostraban sus pechos al tintineo de un brindis que
se llevaba a cabo unos metros más allá, en la gala de inicio de siglo, donde un
capitán, que había olvidado la existencia de su barco, tomaba champagne para
ahogarse en un suelo que no era de acero.
Y se podía escuchar los improperios de una mujercita
que se rehusaba a casarse con un conde mayor mientras observaba con envidia a los
jóvenes con chaquetas oscuras y peinados estrambóticos; libertinos que movían
sus piernas al ritmo del rock desintonizado de una vieja radio que transmitía
la noticia de un posible holocausto nuclear.
Y en los pequeños corredores del fondo se
escuchaban las risas de niños disfrazados de serpiente que jugaban con las
sombras de lo que hubieran podido ser, mientras eran vigilados por adultos que
trataban de buscar un orden en aquella fiesta. Muy diferente a los adolescentes
rendidos al caos y la libertad de fumar sus cigarrillos, tomar licor e
inyectarse felicidad con las jeringas que no cesaban de aparecer.
La luz del enorme candelabro proyectaba a través de
las ventanas las siluetas de hombres montados en sancos y disfrazados de
demonios, profesionales de rostro pintado y sonrisas infinitas que hacían
malabares con libros, jugaban con telas y contorsionaban sus cuerpos para un
público de intelectuales irritados, quienes agitaban sus brazos indignados frente
a los libros vapuleados por los malabares, los pisotones y las hojas arrancadas
para hacer confeti.
Finalmente, el conserje llegó hasta la entrada y
comenzó a buscar la llave que abría la puerta de la biblioteca. Al encontrarla
la puso en el ojo de la cerradura y giró el picaporte. Abrió la puerta.
La música dejó de sonar, las luces se apagaron al
tiempo y todo el alboroto se extinguió. La biblioteca estaba tenuemente
iluminada por la luna y el silencio era sepulcral. Todos los libros estaban ordenados
y a salvo en sus estanterías. Las nuevas víctimas, con rostros inflamados y
sogas alrededor del cuello, colgaban del techo y se agitaban suavemente por la
brisa.
El conserje respiró cansinamente. Mañana tendría
que limpiar aquel desastre. Frente a él, al fondo y observándolo todo desde una
silla, había una anciana que llevaba gafas de media luna y el cabello canoso recogido
en un fuerte nudo. La mujer miró imperturbable al conserje y lentamente, en lo
que pareció el suspiró de una eternidad, levantó su índice derecho y lo colocó
en medio de sus labios.
El conserje asintió con su cabeza, cerró nuevamente
la puerta y sacó la llave de la cerradura.
La música y la luz se encendieron de nuevo. La
fiesta de la biblioteca de la calle Pascal apenas había comenzado.
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