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Blue Print Installation, Alexa Meade |
La escultora
sonríe. Ropa, cara y manos cubiertas de pintura azul y blanca. Las manchas,
marcas de orgullo, resaltan sobre el verde de la camiseta, el oscuro de los
jeans y el rubor de sus mejillas. El pincel en su mano baila sobre el yeso
endurecido mientras se afinan los últimos detalles de su creación. Son sus
manos, adoloridas de tanto moldear y pintar, los instrumentos humildes del
artista, las herramientas con las cuales todo es posible. La artista juega con un
mechón de su cabello mientras da las pinceladas finales en el rostro de su
obra.
Mientras termina su trabajo, la escultora recuerda todos esos meses de arduo esfuerzo.
Rememora la ocasión en que sus amigas la invitaron a salir, pero ella las
rechazó por quedarse a trabajar hasta tarde. También
viene a su mente esa vívida tarde cuando su novio terminó con ella porque no
le prestaba la suficiente atención; y cuando su propio profesor de arte le ordenó parar y descansar.
Todas esas
visiones del pasado, dolorosas a su manera, parecen insulsas al observar la
perfección de su trabajo, la culminación de la obra de un genio. La escultora
es la genio y los sacrificios han valido la pena. Satisfecha baila alrededor de
la escultura, casi esperando que la obra misma se levanté y comience a danzar
con ella.
La escultura
es una pieza sin igual. De tamaño real, el hombre de azul se encuentra sentado
en posición rígida sobre un sofá de la misma tonalidad, una pieza de utilería
que parece parte del hombre mismo. A su lado, en el mismo juego de sombras
blancas y azules, reposan sus zapatos, vaga señal de que el hombre se encuentra
en casa. El personaje de azul es de brazos fuertes, piernas robustas y dedos
nudosos. A pesar de lo cómodo de la silla y la familiaridad del entorno, la
obra, el hombre, el Azul, se encuentra en tensión.
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Blue Print, 2010, Alexa Meade |
En aquel
rostro inventado, nacimiento del arte, se reafirma esa inconformidad. Su cabeza
calva, brillante ante los tonos blancos, marca un camino hacia unos ojos
furiosos, molestos, llenos del tedio de la pasividad.
La escultora
detiene entonces su danza y nota los ojos de su obra maestra. Se muerde el
labio. Juega con su cabello. Levanta el pincel. Aquellos ojos no están bien.
- Esta no es
la expresión que espero encontrar en mi príncipe azul – dice con recelo,
molesta por no haber notado esa imperfección antes.
Da vueltas
de un lado a otro intentando encontrar una solución. No quiere esa mirada de
odio y austeridad en el rostro de su Azul. La escultora quiere sonrisas, no
malhumor. Quiere felicidad, no desesperación. Un hombre que la sostenga en
brazos con una sonrisa eterna. Ha sacrificado amigos, romances y
responsabilidades por la obra… ¡Tiene que ser perfecta!
Lentamente,
toma un poco de pintura azul, la mezcla con un poco de blanco, hace unos cuantos
ensayos sobre papel y, como si se tratase de la batuta de un director de
orquesta, levanta el pincel, lista para dar las pinceladas mortales que
acabaran con esa expresión de eterno fastidio.
-
¡Tú eres
mío! Mi obra perfecta. Mi único amor.
Serás como deseo.
Entre todo
ese azul mezclado con blanco, un aura rojiza brilla en aquellos ojos malditos.
Justo antes de que el pincel toque el rostro de la escultura, una mano azul se
extiende hacia el cuello de la artista. Por un segundo solo hay desconcierto en
la mirada de la escultora, que lentamente se convierte en incredulidad y,
finalmente, en terror.
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Red Eye, Simple Castle |
La mano, de
brazo fuerte y dedos nudosos, pareciera ser creada con el propósito de
estrangular. Al movimiento de ese brazo, le sigue el de una cabeza que tráquea
su cuello por primera vez, un pecho enorme que sube y baja al respirar, y unas
piernas que no hacen esfuerzo al levantarse de la silla.
El Azul
levanta a la escultora del piso mientras esta suelta el pincel y se retuerce en
el aire. En el reflejo de esos ojos con brillo rojizo se ve la desilusión de
unas amigas que deseaban bailar, la tristeza de un novio dispuesto a amar y la
preocupación de un maestro deseoso de ayudar.
El Azul
exprime con fuerza hasta sentir los huesos rotos. Suelta a su creadora y ella cae
sin vida al lado de los frascos de pintura. Allí solo hay azul y blanco, ella nunca
compró pintura roja.
La obra, el
Azul, mira a la escultora tan solo un segundo y luego, con pasos fuertes, deja
la habitación sin mirar atrás.
Posdata:
Este cuento fue inspirado por el interesante trabajo de Alexa Meade. Para ver más de su trabajo pueden dar click aquí.
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